Las víctimas del clero tienen el perdón pero claman justicia
El pasado 16 de enero la ONU firmó un momento histórico al obligar al Vaticano a responder sobre la pederastia en el seno de la Iglesia. Fue la primera vez que un organismo civil se atrevió a interrogar a la Santa Sede. Los portavoces de Roma respondieron con evasivas y sin datos concretos a las preguntas directas e incisivas de los miembros del Comité sobre los Derechos del Niño en Ginebra, que emitieron un durísimo informe en el que acusan al Vaticano de proteger a los sacerdotes pederastas y de exponer a los niños ante los abusadores. El documento exige a Roma que entregue a los curas criminales a la justicia común.
Las organizaciones de víctimas de todo el mundo han celebrado la actuación de Naciones Unidas, pero el dolor individual no se cura con un informe. Quienes han sufrido los abusos sexuales de una persona a la que reconocían como guía espiritual arrastran años de silencio, sentimiento de culpa y horas de terapia. Los que se atrevieron a denunciar han sido, en su gran mayoría, ignorados o presionados por las propias autoridades de la Iglesia en su afán de evitar un escándalo.
Las víctimas luchan para que se juzgue no solo a los pederastas, sino a quienes protegieron a los criminales. El silenciamiento de los casos ha funcionado como una especie de tortura psicológica para ellos. El secreto ha sido una norma impuesta en la Iglesia desde hace décadas. Ya en 1962 una instrucción obligaba a todos sus miembros a guardar silencio sobre los casos de abusos bajo pena de excomunión y, aunque el documento sufrió varias modificaciones, la esencia se mantuvo incluso en la revisión del año 2001.
Las denuncias fueron resueltas con traslados de pederastas de un país a otro o, sobre todo en EE UU, con millones de dólares para comprar el silencio de las víctimas. En otros casos, la presión de las autoridades de la Iglesia y el miedo al señalamiento fueron suficientes, por lo que aún hoy es difícil hacer una valoración exacta del número de casos que se han producido en todo el mundo. El Vaticano, que sí ha reconocido y lamentado el escándalo de la pederastia en sus filas, se ha negado hasta ahora a dar datos concretos que ayuden a cuantificar la magnitud del problema.
Este periódico ha buscado a varias víctimas que han vencido el miedo a dar la cara. Los localizados son todos hombres. La mayoría de las víctimas fueron niños, aunque también hay mujeres. Cuentan cómo se han sentido todos estos años y cómo se sienten ahora que Naciones Unidas ha reconocido el problema. Para ellos el daño sufrido es irreversible, pero la meta de su lucha es que se encarcele a los responsables y a quienes los protegieron. Lo único que podría volver a hacerles creer en la justicia. "La única forma en la que la Iglesia se va a limpiar es que el Vaticano sea juzgado por un tribunal exterior", insiste Joaquín Aguilar, agredido sexualmente por un cura a los 13 años. Graham Wilmer lo consiguió 31 años después, tras encontrar a su abusador y recopilar decenas de cartas en las que lo reconocía todo. Su caso no prosperó, pero ayudó a sanarle. Miguel Hurtado, que vivió los abusos de un sacerdote a los 16, no consiguió recurrir a la justicia. Su caso había prescrito. Ahora, 15 años después cuenta que casi tan dañino como esos maltratos fue que la Iglesia encubriera a su agresor. Mark Crawford, que sufrió agresiones sexuales de un cura cercano a su familia desde los 13 hasta los 20 años cree que la Iglesia está estancada en el ocultamiento. "Sigue escondiendo a pederastas", alerta.
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